Traducido del alemán por el Doctor Ralph (con los agregados encontrados en el bolsillo del doctor, al morir este en Minden, en el año de gracia de 1759).
Capítulo I
De cómo Cándido fue educado en un hermoso castillo y fue echado de este
Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un muchacho al que la naturaleza había dotado de los más delicados modales. Su fisonomía reflejaba su alma. Tenía un juicio bastante certero, y el carácter más simple, lo cual era la causa, según creo, de que se lo llamase Cándido. Los viejos criados de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un bueno y honesto caballero de las proximidades, al cual esta señorita nunca había querido desposar por no haber él podido probar más que setenta y un cuarteles, pues el resto de su árbol genealógico habíase perdido en la injuria del tiempo.
El barón era uno de los señores más poderosos de Westfalia, pues su castillo tenía una puerta y ventanas. Su salón principal, incluso, estaba adornado con tapicería. Todos los perros de sus corrales en caso de necesidad formaban una jauría y sus palafreneros eran sus picadores; el vicario de la aldea era su capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor y reían cuando contaba cuentos.
La señora baronesa, que pesaba, aproximadamente, trescientos cincuenta libras, gozaba por ello de una gran consideración y hacía los honores de la casa con una dignidad que la volvía aún más respetable. Su hija, Cunegunda, de diecisiete años, era rozagante, fresca, rolliza, apetecible. El hijo del barón resultaba en todo digno de su padre. El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa y el pequeño Cándido escuchaba sus lecciones con toda la buena disposición propia de su edad y de su carácter.
Pangloss enseñaba la metafísico-teólogo-cosmolonigología. Demostraba admirablemente que no hay efecto sin causa y que, en este, el mejor de los mundos posibles, el castillo de monseñor el barón era el más bello de los castillos y la señora la mejor de las baronesas posibles.
–Está demostrado –decía– que las cosas no pueden ser de otra forma; pues, habiendo sido hecho todo con un fin, todo existe, necesariamente, con la mejor finalidad. Observad que las narices han sido hechas para llevar las gafas; por ello tenemos gafas. Las piernas han sido visiblemente creadas para llevar medias y llevamos medias. Las piedras se han formado para ser talladas y construir castillos, por ello monseñor tiene un muy hermoso castillo; el más importante barón de la provincia debe ser el mejor alojado; y, habiendo sido hechos los cerdos para ser comidos, comemos chancho todo el año: por consiguiente, aquellos que han anunciado que todo está bien, han dicho una necedad; debían haber dicho que todo está a la perfección.
Cándido escuchaba con atención y creía con inocencia; además consideraba extraordinariamente bella a la señorita Cunegunda, aunque jamás había tenido la osadía de decírselo, y llegaba a la conclusión de que, después de la felicidad de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de dicha consistía en ser la señorita Cunegunda, el tercero en verla todos los días y el cuarto, en escuchar al maestro Pangloss, el más grande filósofo de la provincia y, por lo tanto, de todo el mundo.
Un día, en que Cunegunda se paseaba cerca del castillo, en el bosquecillo al que llamaban parque, vio, entre las malezas, al doctor Pangloss que daba una clase de física experimental a la doncella de su madre, una morochita muy linda y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía mucha disposición para las ciencias, observó, sin respirar, las reiteradas experiencias de las cuales era testigo; comprendió con total claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas y regresó, muy agitada, muy meditativa, colmada del deseo de ser sabia, pensando que bien podría ser ella la razón suficiente del joven Cándido, que podría ser, a su vez, la suya.
Al volver al castillo encontró a Cándido y se sonrojó, Cándido también se sonrojó, ella le dio los buenos días con voz entrecortada y Cándido le habló, sin saber lo que decía. Al día siguiente, después de la comida, al abandonar la mesa, Cunegunda y Cándido se encontraron detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió, ella le tomó inocentemente la mano y el joven besó inocentemente la mano de la muchacha, con una vehemencia, una sensibilidad, una gracia sumamente especial; sus bocas se encontraron, sus ojos se encendieron, sus rodillas temblaron, sus manos se extraviaron. En señor barón de Thunder-ten-tronckh pasó cerca del biombo y, al ver aquella causa y aquel efecto, echó a Cándido del castillo a tremendos puntapiés en el trasero; Cunegunda se desvaneció; cuando volvió en sí la señora baronesa le dio de bofetadas y todo fue consternación en el más bello y agradable de los castillos posibles.