I
Cuando murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro
pueblo asistió a su entierro; los hombres por una especie de afecto respetuoso
hacia un monumento caído, las mujeres sobre todo por curiosidad de ver su casa por
dentro, que no había visto nadie en los últimos diez años excepto un viejo
criado —una combinación de jardinero y cocinero.
Era una casa de grande madera, más bien cuadrada, que en
otro tiempo había sido blanca, decorada con cúpulas y capiteles y balcones con
volutas en el pesado estil frívolo de los años setenta, situada en lo que en
otro tiempo fue nuestra calle más selecta. Pero los garajes y las desmotadoras de
algodón habían recubierto y borrado incluso los nombres augustos de ese barrio;
solo quedaba la casa de la señorita Emily, elevando su terca decadencia coqueta
por encima de los carros de algodón y las bombas de gasolina —ofensa a los ojos
entre tantas ofensas a los ojos. Y ahora la señorita Emily había ido a reunirse
con los representantes de esos augustos nombres que yacían en el cementerio adornado
de cipreses entre las alineadas tumbas anónimas de los soldados de la Unión y
de la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.
En vida, la señorita Emily había sido una tradición, un
deber y una preocupación; una especie de carga hereditaria sobre el pueblo, que
databa de aquel día de 1894 en que el coronel Sartoris, el alcalde —el que
engendró el edicto de que ninguna negra debía parecer en la calle sin delantal—
la dispensó de impuestos desde la muerte de su padre y a perpetuidad. No es que
la señorita Emily hubiera aceptado una caridad. El coronel Sartoris inventó un
enredado cuento en el sentido de que el padre de la señorita Emily había
prestado al municipio un dinero que el municipio, como cuestión de negocios,
prefería devolver así. Solo un hombre de la generación y de la delicadeza del
coronel Sartoris podría haberlo inventado, y solo una mujer se lo podía haber
creído.
Cuando la siguiente generación, con sus ideas más
modernas, llegó a ser los alcaldes y os concejales, ese arreglo creó cierta insatisfacción.
A principios de año le enviaron por correo un aviso de impuestos. Llegó febrero
y no había respuesta. Le escribieron una carta oficial, pidiéndole que se
presentara en la oficina del oficial de justicia cuando le fuera más cómodo.
Una semana después, el propio alcalde le escribió en persona, ofreciendo visitarla
o enviarle su coche, y recibió en respuesta una nota en papel de forma arcaica,
con una delgada caligrafía fluyente, en tinta descolorida, en el sentido de que
ella ya no salía en absoluto. Adjuntaba también el aviso de impuestos, sin
comentario.
Convocaron una reunión especial del concejo municipal.
Una diputación la fue a visitar, llamando a la puerta por la que no había entrado
ningún visitante desde que ella dejó de dar lecciones de pintar porcelana hacía
unos ocho o diez años. Les hizo entrar el viejo negro a un vestíbulo en
penumbra desde el cual una escalera subía hacia más sombra aún. Olía a polvo y
desuso: un olor húmedo, malsano. El negro les hizo entrar al salón, que tenía
un mobiliario pesado, tapizado en cuero. Cuando el negro abrió los postigos de
una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado; y cuando se sentaron, un
leve polvo se elevó perezosamente las grietas en la piel de los muebles y al
sentarse, un ligero polvillo se elevó perezosamente entre sus muslos, girando
en lentas motas en el único rayo de sol. En un sucio caballete dorado ante la
chimenea se elevaba un retrato a lápiz del padre de la señorita Emily.
Se levantaron al entrar ella; una mujer pequeña y
gorda, de negro, con una delgada cadena de oro bajándole hasta la cintura y
desapareciendo en su cinturón, y apoyada en un bastón de ébano con una
estropeada cabeza de oro. Su esqueleto era pequeño y reducido; quizás por eso
lo que en otra hubiera sido nada más que gordura, en ella era obesidad. Parecía
hinchada, como un cuerpo que lleva mucho tiempo sumergido en agua inmóvil, y de
ese mismo color pálido. Sus ojos, perdidos en las grasientas ondulaciones de la
cara, parecían dos trocitos de carbón encajados en un trozo de masa, al moverse
de una cara a otra mientras los visitantes exponían su recado.
Ella no les pidió que se sentaran. Se quedó
simplemente en la puerta escuchando tranquilamente hasta que el portavoz
titubeó y se detuvo. Entonces oyeron el reloj invisible tictaqueando en el
extremo de la cadena de oro.
Su voz era seca y fría:
—Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. El
coronel Sartoris me lo explicó. Quizás uno de ustedes pueda obtener acceso a
los registros del municipio para convencerse.
—Pero si ya lo hemos hecho. Nosotros somos las
autoridades municipales, señorita Emily. ¿No recibió un aviso del oficial de
justicia, firmada por él?
—Recibí un papel, sí —dijo la señorita Emily—. Quizás
él mismo se considere el oficial de justicia… Yo no tengo impuestos en
Jefferson.
—Pero no hay nada en los libros que lo muestre, vea.
Tenemos que seguir la…
—Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo impuestos en
Jefferson.
—Pero, señorita Emily…
—Vean al coronel Sartoris. —(El coronel Sartoris había
muerto hacía casi diez años)—. Yo no tengo impuestos en Jefferson. ¡Tobe! —Apareció
el negro—. Acompaña a estos caballeros a la puerta.
II
Así les venció, en toda regla, igual que había vencido
a sus padres treinta años atrás con lo del olor. Eso fue dos años después de la
muerte de su padre y poco tiempo después de que la abandonara su novio—el que creíamos
que se casaría con ella—. Después de la muerte de su padre salía muy poco;
después que se marchó su novio, la gente no la vio más. Unas pocas señoras
tuvieron la temeridad de llamar, pero no fueron recibidas, y la única señal de
vida en el lugar era el negro —entonces joven— entrando y saliendo con una
cesta de la compra.
—Como si un hombre, ningún hombre, pudiera
llevar decentemente una cocina —dijeron las señoras; así que no les extrañó
cuando se formó el olor. Era otro vínculo entre el grosero mundo pululante y
los altos y poderosos Grierson.
Una vecina se quejó al
alcalde, el juez Stevens, de ochenta años.
—Pero, ¿qué quiere
que haga yo con eso, señora? —dijo él.
—Pues mandarle recado
de que lo pare —dijo la mujer— ¿No hay una ley?
—Estoy seguro de que
no hará falta —dijo el juez
Stevens. Probablemente es solo una serpiente o una rata que ha matado ese negro
suyo en el jardín. Ya hablaré con él de eso.
Al día siguiente recibió
dos quejas más, una de un hombre que vino como excusándose con temor.
—Realmente tenemos
que hacer algo con eso, señor juez. Yo sería el último del mundo en molestar a
la señorita Emily, pero tenemos que hacer algo.
Esa noche se reunió en concejo
municipal —tres barbas entrecanas y uno más joven, un
miembro de la generación ascendente.
—Es muy sencillo —dijo este. Mándele un recado de que limpie su casa.
Denle cierto tiempo para hacerlo, y si no...
—Caramba señor mío —dijo el juez Stevens—, ¿va usted a acusar a una señora de que le huele mal
la casa?
Así que la noche siguiente,
cuatro hombres cruzaron el césped de la señorita Emily y se deslizaron
alrededor de la casa como ladrones, olfateando a lo largo de la base de las
paredes de ladrillos y en las aberturas del sótano, mientras uno de ellos
realizaba un verdadero movimiento de siembra sacando la mano de un saco colgado
del hombro. Abrieron con fractura la puerta del sótano y esparcieron cal viva
por allí y en todas las construcciones auxiliares. Al volver a cruzar el
césped, se iluminó una ventana que estaba oscura y la señorita Emily apareció
en ella, sentada, con la luz detrás, y su torso erguido, inmóvil como el de un
ídolo. Ellos se deslizaron en silencio a través de la hierba hasta la sombra de
las acacias que bordeaban la calle. Al cabo de una semana o dos desapareció el
olor.
Entonces fue cuando la
gente empezó a lamentarse realmente por ella. La gente de nuestro pueblo,
recordando cómo la vieja Wyatt, su tía abuela se había vuelto completamente
loca al final, creía que los Grierson se consideraban un poco por encima de lo
que eran realmente. Ninguno de los jóvenes era bastante para la señorita Emily
y su gente. Habíamos pensado en ellos desde hacía mucho igual que en un cuadro,
la señorita Emily como esbelta figura en blanco al fondo, su padre, como
silueta despatarrada en primer plano, de espaldas a ella y agarrando un látigo;
los dos enmarcados por la puerta delantera bien abierta hacia atrás. Así que
cuando ella cumplió los treinta años y siguió sola, no nos gustó exactamente,
pero nos sentimos vindicados; aún con locura en la familia no habría rechazado
todas sus oportunidades si se hubieran presentado realmente.
Cuando murió su padre, se
dijo por ahí que lo único que le dejaba era la casa; en cierto modo, la gente
se alegró. Al fin podían compadecer a la señorita Emily. Al quedarse sola, y
pobre, se había humanizado. Ahora ella también conocería la vieja emoción y la
vieja desesperación de un centavo más o menos.
El día después de su muerte
las señoras se dispusieron a visitar la casa y ofrecer sus condolencias y su
ayuda, según nuestra costumbre. La señorita Emily las recibió en la puerta,
vestida como de costumbre y sin rastro de dolor en la cara. Les dijo que su
padre no había muerto. Lo hizo así durante tres días, con los clérigos que la
visitaron y con los médicos que la trataban de persuadir de que les dejara
ocuparse del cadáver. Cuando estaban a punto de recurrir a la ley y a la
fuerza, cedió, y enterraron rápidamente a su padre.
No decimos que estuviera
loca entonces. Creíamos que tenía que hacer eso. Recordábamos a todos los
jóvenes que su padre había ahuyentado, y sabíamos que, no habiéndole quedado
nada, se tendría que aferrar a aquello mismo que la había despojado, como hace
siempre la gente.
III
Estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la vimos otra vez,
se había cortado el pelo bien corto, haciéndola parecer una niña, con una vaga
semejanza a los ángeles de las ventanas coloreadas de las iglesias —algo así como trágica y
serena.
El pueblo había contratado la pavimentación de las
aceras, y el verano después de la muerte de su padre empezaron las obras. La
compañía de obras llegó con negros y mulas y maquinaria, y un capataz llamado
Homer Barron, un yanqui —un hombre grande, oscuro, bien dispuesto, con una gran
voz y los ojos más claros que la cara. Los niños le seguían en grupos para oírle
insultar a los negros, y oír cantar a los negros a compás del subir y bajar los
picos. Muy pronto conoció a todo el mundo del pueblo. Siempre que se oía mucha
risa en cualquier sitio de la plaza, Homer Barron estaba en el centro del
grupo. Al fin empezamos a verle con la señorita Emily los domingos por la tarde
guiando el cochecillo de ruedas amarillas y la pareja de bayos de la
caballeriza de alquiler.
Al principio nos alegramos de que la señorita Emily se
interesara por alguien, porque todas las señoras decían:
—Claro que una Grierson no pensaría en serio en uno
del Norte, en un jornalero.
Pero había
otros, gente mayor, que decían que ni siquiera el dolor podía hacer que una
verdadera dama olvidara el noblesse
oblige —sin
llamarlo noblesser oblige. Decían solo:
“Pobre Emily. Deberían venir a verla sus parientes”. Tenía algunos parientes en
Alabama, pero hacía años su padre había reñido con ellos por la herencia de la
vieja Wyatt, la loca, y no había comunicación entre las dos familias. Ni
siquiera habían estado representados en el entierro.
Y tan pronto como dijeron los viejos “Pobre Emily”,
empezó el cuchicheo. “¿Suponéis que de veras es así?”, se decían unos a otros.
“Claro que sí. Qué otra cosa podría...”
Eso, con la mano ante la boca: con un frufrú de seda y
de raso al estirar el cuello detrás de celosías cerradas contra el sol del
domingo por la tarde, mientras pasaba leve y rápido el clop, clop, clop de la
pareja de caballos: “Pobre Emily”.
Ella llevaba la frente bien alta —aun cuando creíamos que
estaba arruinada. Era como si exigiera más que nunca el reconocimiento de su
dignidad como la última Grierson; como si hubiera necesitado ese toque de
terrenalidad para reafirmar su imperturbalidad. Igual que cuando compró el
veneno de ratas, el arsénico. Eso fue un año después que empezaran a decir
“Pobre Emily” y mientras estaban con ella sus dos primas pasando una temporada.
—Quiero un veneno —dijo al boticario. Tenía
más de treinta años entonces, todavía una mujer leve, más delgada que de
costumbre, con fríos y altaneros ojos negros en una cara cuya carne estaba
tensa en las sienes y en las cuencas de los ojos como uno se imagina que debe
ser la cara de un farero.
—Quiero un veneno —dijo.
—Sí, señorita Emily. ¿De qué clase? ¿Para ratas y cosas
así? Yo recomen...
—Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué clase.
El boticario nombró varios.
—Esos matan cualquier cosa, hasta un elefante. Pero lo
que usted necesita es...
—Arsénico —dijo la señorita Emily— ¿Es bueno eso?
—¿Que si es... el arsénico? Sí, señora. Pero lo que
usted necesita...
—Quiero arsénico.
El farmacéutico la miro de arriba abajo. Ella le
devolvió la mirada, erguida, con la cara como una bandera tensa.
—Bueno, claro —dijo el boticario—. Si eso es lo que usted
quiere. Pero la ley requiere que diga para qué lo va a usar.
La señorita Emily no hizo más que quedárselo mirando,
con la cabeza echada hacia atrás para mirarle a los ojos, hasta que él apartó
la mirada y trajo el arsénico y lo envolvió. El paquete se lo dio el muchacho
negro de los repartos: el boticario no volvió a aparecer. Cuando ella abrió el
paquete en casa, estaba escrito en la caja, bajo la calavera y los huesos:
“Para ratas”.
IV
Así que al día siguiente
todos dijimos: “Se va a matar”; y dijimos que sería lo mejor. Cuando se la
había empezado a ver con Homer Barron, dijimos: “Se casará con él”. Luego
dijimos: “Todavía le convencerá”, porque el mismo Homer había hecho notar —le gustaba ir con hombres, y se sabía que bebía con
los jóvenes de Elks’ Club— que él no era
hombre de casarse. Luego dijimos: “Pobre Emily” detrás de las celosías, cuando
pasaban el domingo por la tarde en el reluciente cochecillo, la señorita Emily
con la cabeza bien alta y Homer Barron con el sombrero echado atrás, un cigarro
entre los dientes y las riendas y el látigo en un guante amarillo.
Entonces algunas señoras
empezaron a decir que era una vergüenza para el pueblo y un mal ejemplo para
los jóvenes. Los hombres no querían interferir, pero por fin las señoras
obligaron a un ministro bautista —en la familia de la
señorita Emily eran episcopalianos— a visitarla. Él
nunca quiso divulgar lo ocurrido en esa entrevista, pero se negó a volver. Al
domingo siguiente volvieron a pasar en el cochecillo por las calles, y al día
siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes de la señorita Emily
en Alabama.
Así que volvió a tener bajo
su techo parentela de su sangre y nosotros nos arrellanamos para observar la
marcha de los acontecimientos. Al principio no pasó nada. Luego nos sentimos
seguros de que se iban a casar. Supimos que la señorita Emily había ido al joyero
a encargar un conjunto de aseo para caballero, de plata, con las letras H. B.
en cada pieza. Dos días después supimos que había comprado un conjunto completo
de ropa de hombre, incluyendo un camisón, y dijimos: “Están casados”. Nos
alegramos de veras. Nos alegramos porque las dos primas eran aún más Grierson
de lo que lo había sido nunca la señorita Emily.
Así que nos sorprendió
cuando Homer Barron —las calles ya
estaban acabadas hacía tiempo— desapareció. Nos
decepcionó un poco que no hubiera una revelación pública, pero creímos que se
había ido a preparar para la llegada de la señorita Emily, o para darle una
oportunidad de quitarse de encima a las primas. (Para entonces, ya había una
conspiración secreta y todos éramos aliados de la señorita Emily, ayudándola a
dejar burladas a las primas.) Por supuesto, al cabo de otra semana se
marcharon. Y, como habíamos esperado todo ese tiempo, al cabo de tres días
Homer Barron volvía al pueblo. Un vecino vio que el negro le dejaba entrar por
la puerta de la cocina después de oscurecer.
Y eso fue lo último que
vimos de Homer Barron. Y de la señorita Emily durante algún tiempo. El negro
entraba y salía con la bolsa de la compra, pero la puerta de delante permanecía
cerrada. De vez en cuando la veíamos en una ventana un momento, como los
hombres aquella noche cuando esparcieron cal viva, pero durante casi seis meses
no apareció en la calle. Luego supimos que eso también era de esperar; como si
esa cualidad de su padre, que había echado a perder su vida de mujer tantas veces,
fuera demasiado virulenta y furiosa para morir.
Cuando volvimos a ver a la
señorita Emily, había engordado y el pelo se le volvía gris. Durante los
siguientes años se le puso cada vez más gris, hasta que al dejar de cambiar,
alcanzó un gris hierro de mezclilla. Hasta el día de su muerte a los setenta y
cuatro años, siguió teniendo ese vigoroso gris hierro, como el pelo de un
hombre activo.
Desde entonces, la puerta
de delante permaneció cerrada, salvo durante un periodo de seis o siete años,
cuando tenía unos cuarenta años, en que dio lecciones de pintar porcelana.
Arregló un estudio en uno de los cuartos de abajo, adonde se envió a las hijas
y nietas de las coetáneas del coronel Sartoris con la misma regularidad y el
mismo espíritu con que se les mandaba a la iglesia el domingo con una moneda de
veinticinco centavos para la bandeja de la colecta. Mientras tanto, se la había
dispensado de impuestos.
Entonces la nueva
generación se convirtió en la columna vertebral y el espíritu del pueblo, y las
alumnas de las clases de pintura crecieron y desaparecieron de en medio y ya no
le mandaron a sus hijas con cajas de colores y aburridos pinceles y recortes de
las revistas de señoras. La puerta de delante se cerró tras la última y quedó
cerrada para siempre. Cuando el pueblo obtuvo reparto postal gratuito, la
señorita Emily se negó a dejarles fijar los números de metal sobre la puerta y
ponerle un buzón. No quiso ni escucharles.
Cada día, cada mes, cada
año observábamos al negro ponerse canoso y encorvado, entrando y saliendo con
la bolsa de la compra. Cada diciembre, le enviábamos un aviso de impuestos, que
la oficina de correos devolvía una semana después, sin ser recogido. De vez en
cuando la veíamos en una de las ventanas de abajo —evidentemente había cerrado el piso de arriba de la
casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho,
mirándonos o no mirándonos, sin que supiéramos nunca qué. Así pasó de
generación en generación —querida, ineludible,
impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayó enferma
en la casa llena de polvo y sombra, con solo un negro decrépito para cuidarla.
No supimos siquiera que estaba enferma; habíamos renunciado hacía mucho a
intentar obtener información por el negro. Él no hablaba con nadie,
probablemente ni siquiera con ella, pues la voz se le había vuelto áspera y
oxidada, como por el desuso.
Murió en uno de los cuartos de abajo, en una
pesada cama de nogal, con una cortina, la cabeza gris sobre una almohada
amarillenta y enmohecida por el tiempo y la falta de sol.
V
El negro recibió a las primeras señoras en la puerta
de delante y las hizo entrar, con sus voces silbantes y en sordina y sus
rápidas ojeadas curiosas, y luego desapareció. Se marchó derecho a través de la
casa y salió por atrás y no se le volvió a ver.
Las dos primas vinieron enseguida. Hicieron el
entierro el segundo día, con el pueblo viniendo a mirar a la señorita Emily
bajo una masa de flores compradas, con la cara de su padre dibujada a lápiz
soñando profundamente sobre el ataúd, y las señoras cuchicheantes y macabras; y
los hombres muy viejos —algunos con sus cepillados uniformes de la Confederación— en el porche y en el
césped, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido coetánea de ellos,
creyendo que habían bailado con ella y quizá le habían hecho la corte,
confundiendo el tiempo con la progresión matemática, como hacen los viejos,
para quienes el pasado no es un camino que disminuye sino, por el contrario,
una ancha pradera no tocada jamás por ningún invierno, separada de ellos ahora
por el estrecho cuello de botella de la más reciente década de años.
Ya sabíamos que había un cuarto en aquella región
escaleras arriba que nadie había visto en cuarenta años, y que habría que
forzar. Esperaron hasta que la señorita Emily estuviera decentemente en tierra
para abrirlo.
La violencia del derrumbamiento de la puerta pareció
llenar ese cuarto con un polvo invasor. Una delgada capa de acre como de la
tumba, parecía cubrirlo todo en ese cuarto decorado como para una boda: las
cortinas de encaje, de desteñido rosa, las luces con pantallas rosa, la mesa
del tocador, la delicada batería de cristal y de objetos de aseo de hombre, con
revestimiento de manchada plata, tan manchada que el monograma quedaba
oscurecido. Entre ellos había un cuello y una corbata, como recién quitados, y
que, al levantarse, dejaron en la superficie una pálida luna de polvo. En una
silla colgaba el traje, cuidadosamente doblado; bajo él los dos zapatos mudos y
los calcetines dejados caer.
El hombre mismo estaba tendido en la cama.
Durante un rato nos quedamos allí, simplemente,
mirando la profunda sonrisa sin carne. El cuerpo al parecer había yacido en
otro tiempo en la postura de un abrazo, pero ahora el largo sueño que dura más
que el amor, que vence incluso la mueca del amor, le había puesto los cuernos.
Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del
camisón, se había vuelto inseparable de la cama en que yacía; y sobre él y
sobre la almohada de al lado de él se extendía ese liso revestimiento del
paciente polvo en espera.
Entonces nos dimos cuenta de que en la segunda
almohada había el hueco de una cabeza. Uno de nosotros levantó algo de ella, y
al inclinarnos adelante, sintiendo en las narices, seco y acre, ese sutil e
invisible polvo, vimos un largo mechón de pelo gris hierro.
WILLIAM FAULKNER